Han sido muchas las veces que he tenido que presentarme delante de un público y hacer mi coreografía. Es verdad que al principio no es una experiencia muy cómoda. No es lo mismo bailar en una academia junto a tus compañeros que delante de 300 personas. Lo más importante es que una vez que te relajas eres capaz de hacer la coreografía exactamente como quieres. Menos mal, porque no son pocas las horas que he invertido en ello.
Es más, hace unos años empecé a competir en este deporte. No tiene comparación con ir un par de horas a la semana a tu academia y bailar un poco. En el escenario ya no bailas tú solo: bailar se convierte en un compromiso, te comprometes con tus compañeros para dar tu mejor parte. Es increíble poder empezar a reconocerte en algo que te encante.
Aunque la mejor parte de competir no es si bailas en sitios como el teatro Arriaga o si compites a nivel nacional. La mejor parte es la compañía que consigues, personas con las que puedes expresarte libremente. Bailar se trata de dar y recibir. Como todo en la vida, supone esfuerzo, pero al final vale la pena.
La primera clase es algo que siempre recordaré. Entrar por la puerta y preguntarme qué hacía ahí. A partir de ese momento, descubres algo que te apasiona. Te dedicas a hacer y aprender muchos bailes y a ser paciente con tus compañeros y contigo mismo. Una de las primeras cosas que aprendí fue que ser el único chico en una clase llena de chicas no tenía nada de malo. Al fin y al cabo, en eso consiste el baile: en aceptarse a uno mismo.
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