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sábado, 2 de abril de 2022

Cosas que pasan

 Digamos que no he sido la niña más fácil del mundo. Según mis aitas desde que nací, no he parado de darles sustos y liarla. Cuando era bebe estaban desesperados porque me podía pasar horas seguidas llorando sin motivo aparente. Los pobres no dormían más de 4 horas seguidas.


Dicen que uno de los mayores sustos fue cuando me puse mala cuando tenía un año. Empecé a estar mala de la tripa, parecía una gastroenteritis de toda la vida. Sin embargo, se empezó a alargar más de la cuenta y hubo un momento en el que devolvía todo lo que comía. Probaron a darme todo tipo de comida a ver si mi cuerpo aceptaba algo pero no fue el caso. Me llevaron al pediatra muchas veces pero no supieron diagnosticarme, al parecer debía ser algún virus pero no sabían cual. Llevaba dos semanas casi sin comer y llegó un punto en el que me quedé tan delgada que el médico dijo que si en dos días seguía así me iban a tener que ingresar en urgencias.


Mis aitas ya desesperados, probaron a darme como última opción petisui. Fue lo único que no devolví en casi tres semanas. Le dijeron al pediatra que el petisui era lo único que no devolvía y les dijo que siguieran dando hasta que pudiera comer más cosas. Estuve durante casi tres meses alimentándome sólo de petisui porque seguía sin poder comer otras cosas. Quien sabe que habría sido de mí sin los benditos petisuis, se podría decir que me salvaron.


Otro de los sustos que les di a mis aitas fue dos años más tarde, cuando mi tía vino de visita a casa. Como cualquier niño, yo era una niña curiosa y tenía la manía de probar y oler todo lo que tenía a mi alcance. 


Mi tía solía traernos chicles siempre que venía y me dijo que los cogiera del bolso. No me acuerdo qué hice pero debí de confundir unas pastillas con los chicles o creí que eran caramelos. La cuestión es que me tomé una caja entera de antidepresivos y gracias a dios me vieron tomarlas en el momento. Me llevaron corriendo a urgencias y mi queridísimo pediatra Pepe que ya me conocía de la cantidad de veces que había ido, me echó una bronca que todavía me sigo acordando. Me obligó a tomarme un potingue grisáceo para neutralizar el efecto de las pastillas que me bebí sin rechistar. 


En conclusión, mis aitas no se aburrían conmigo ni un momento. Era un no parar, susto tras susto. Creo que llegaron a desarrollar un sexto sentido para tenerme vigilada 24 horas.


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