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domingo, 28 de noviembre de 2021

No sabéis la suerte que tenéis.

Suena el despertador. Abres un ojo y después el otro. Tras desperezarte durante unos minutos, reúnes fuerzas para levantarte e ir al baño, estás a punto de salir de la habitación, pero tienes que retroceder tus pasos para volver a tu mesilla y coger las malditas gafas. A punto he estado de chocarme contra el marco de la puerta. Casi me vuelvo a pegar el globalmente conocido golpe esquina-meñique. Salvada por esta vez.
Así es como podría comenzar un día habitual en mí, y en otras miles de personas miopes, hipermétropes o padecedores de este incordio de “trastorno común de la visión”.


A diferencia del dentista, siempre he acudido de manera muy regular al oculista, en parte porque mi padre y la mayoría de su familia es miope, y lo mismo con la familia de mi madre. Así que podemos decir que las cartas estaban echadas, y yo tenía muchas posibilidades de tener un as. Efectivamente, la primera vez que acudí al oculista me avisaron de que probablemente una de las siguientes veces que volviera, saldría por la puerta del edificio con una “recetita” para comprar mi nuevo accesorio. Y así fue. En 5 de primaria me compré mis primeras gafas.


Siempre que mis primos más txikis o las afortunadas de mis amigas me preguntan “¿pero, cómo es no ver?” les respondo “Es como cuando pasas un dedo graso por la cámara de un móvil y tienes que limpiarlo para poder hacer una buena foto.” Creo que hasta ahora no he conseguido describirlo mejor. De verdad que es insufrible.
Y bueno, creo que es buen momento para decir que yo tengo 3 y 2,75 dioptrías, que para quien (por desgracia para él/ella) sepa de lo que hablo, sabrá que no es mucho. Es lo suficiente para ir por la calle y no saber quién te saluda, de no saber de quién están hablando mis amigas porque no veo a quién tengo a más de 2 metros de distancia, o de lógicamente no ver NADA de lo que pone en la pizarra si estoy en última fila sin gafas.


Dicho todo esto, mis más sinceros agradecimientos al inventor de las lentillas. Qué maravilla de invento. Me parece increíble como un plastiquito me hace la vida mucho más fácil. Bueno, y por no mencionar que ahora desde que tenemos que usar mascarillas, la combinación mascarilla y gafas es horrible. En unos segundos los cristales se te han empañado enteros y pasas a ver incluso peor de lo que veías antes. Desde entonces, han sido pocos los días en los que haya ido al colegio con gafas. No sé cómo puede haber gente que ya sabiendo que no ve nada sin gafas, sale a la calle sin ellas. Yo personalmente, no puedo perderme todo aquello que sé que existe. 
Así que como conclusión, os recordaré a todos los que veis por gracia de la vida, lo cómodos que vivís. 


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