Las recientes declaraciones del exministro Mayor Oreja, donde insinúa que el creacionismo está ganando terreno sobre la teoría de la evolución en el ámbito científico, reabren una discusión que encuentro bastante obvia: lo que se enseña en las escuelas públicas jamás debería estar sujeto a las opiniones de cada hogar.
El propósito de la educación estatal es asegurar que cada alumno adquiera un tronco común de saberes que cuenten con respaldo probatorio. Si cada progenitor tuviera la potestad de elegir qué incluir o excluir del currículo, el sistema se desarmaría y dejaría de cumplir su meta. Los hogares son libres de compartir sus particulares visiones en casa, pero el salón de clases debe ser un sitio donde reine la información verificada y aprobada por expertos, no meras ideas personales o modas políticas del instante.
Respecto a lo dicho por Mayor Oreja, me resulta asombroso que alguien con trayectoria en la administración pública sostenga algo tan distante del acuerdo científico actual. Da la impresión de ser una frase lanzada para causar revuelo más que una meditación profunda. Es alarmante que un político emplee argumentos desprovistos de fundamento científico en un diálogo público, pues da la impresión de que las pruebas son negociables según convenga al relato.
Hoy en día, casi todos comprenden que la evolución constituye una base esencial de la biología moderna y que esta comprensión no choca con mantener fe religiosa. No pienso que la gente vaya a regresar a ver el origen humano a través de relatos tomados al pie de la letra. Lo verdaderamente perturbador es escuchar ciertos discursos pronunciados con tanta tranquilidad desde puestos de autoridad estatal.
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