viernes, 21 de noviembre de 2025

Grafitis

La verdad es que los grafitis nunca me han generado demasiado conflicto. Para mí son simplemente una de esas cosas que te encuentras por la calle, igual que los chicles pegados al suelo o los carteles que nunca llegan a quitar. No me parecen ni bonitos ni feos: están ahí y ya está. De hecho, hay veces que incluso me hacen gracia, porque rompen un poco la monotonía de las paredes lisas. No me parecen ni una amenaza ni una maravilla artística. A veces incluso me sacan una sonrisa, sobre todo cuando encuentro alguno con un dibujo absurdo o un mensaje que parece escrito a toda prisa.

Entiendo que haya quienes los defienden como arte, porque algunos están muy bien hechos y te hacen parar un momento para mirarlos. Pero también entiendo que, cuando alguien pinta en una propiedad privada, está haciendo algo que no corresponde. Aun así, yo no me enfado cuando en la puerta del garaje aparece una pintada nueva. Me molesta más, por ejemplo, cuando un contenedor lleva meses roto o cuando una acera está llena de basura y nadie la limpia.

Eso sí, tengo un límite claro. No me importa un garabato sin intención, pero no tolero las pintadas que buscan hacer daño: insultos, símbolos violentos o mensajes que atacan a ciertos grupos. Eso no es una travesura, es otra cosa muy distinta, y ahí sí que creo que habría que actuar rápido.

Pero mientras se trate de los típicos rayajos de chavales aburridos, yo no lo veo como un drama. Al final, las ciudades están llenas de marcas, señales y restos de quienes viven en ellas. Y aunque no siempre sea bonito, también forma parte de la vida diaria que a veces preferimos ignorar y otras veces simplemente aceptar.


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