Para mi, los grafitis nunca han sido un gran problema. Aunque están allá donde vayas, no creo haberme quejado de ellos ninguna vez, y eso que soy muy quejica. Por ejemplo, me he quejado de los edificios que considero feos muchísimas veces. De hecho, no hace ni un día desde la última vez que me queje de lo horrible que me parece la fachada del edificio de BBVA en la plaza circular. Es gris, poco original y se ve desde toda la ciudad. Sin embargo, siempre he aceptado los grafitis como parte del paisaje urbano.
Diría que sí que pueden ser considerados una forma de arte, aunque no dudo en afirmar que son actos de vandalismo. No hay otra palabra que describa mejor coger un rotulador y escribir el nombre de tu cuadrilla en la parte de atrás de una señal de tráfico. A pesar de esto, no me indigno cuando veo grafitis en la puerta de mi garaje. En parte, porque sería algo hipócrita. Pero también porque me parece que las pintadas son las imperfecciones que demuestran que este es un lugar donde viven miles de personas y no un parque temático. Y es que, si nos empezamos a poner exquisitos con la estética de Bilbao, antes de quitar los grafitis habría que quitar los anuncios y los andamios que ocupan fachadas enteras.
Donde dibujo la línea roja es cuando la pintada deja de ser una tontería y empieza a ser un crimen de odio. En el paseo de Olabeaga hay una esvástica que me enfada cada vez que la veo. Ahora mismo no puedo decir que pagaría 2500 euros por quitarla, pero la próxima vez que pase por ahí la tapo.
En conclusión, no se si es porque, al vivir en casa de mis padres, veo el asunto con más distancia, pero no me molestan los grafitis. Yo los dejaría ahí, siempre que solo hayan sido unos chavales que acaban de descubrir los posca y han decido poner su nombre en mi garaje.
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