Mi pareja y yo nos compramos un piso nuevo. En nuestro rellano solo había dos puertas: la nuestra y la de una vecina mayor. El día de la mudanza apareció para saludarnos. Era encantadora, de esas personas que te caen bien desde el primer momento. Poco a poco empezamos a cogerle cariño. Siempre tenía algún detalle: nos traía magdalenas, nos daba consejos y nos contaba anécdotas de su vida.
Un día la vi en el pasillo cargando una bolsa de cuero enorme, que parecía pesadísima. Fui corriendo a ayudarla. Mientras esperábamos el ascensor, de repente se llevó la mano al pecho y cayó al suelo. Llamé a emergencias, pero cuando llegaron ya no pudieron hacer nada. Murió allí mismo, delante de mí. Me quedé en shock, porque aunque no era de mi familia, la consideraba casi como una abuela.
Mientras buscaba su documentación para avisar a alguien, abrí la bolsa. Dentro había un montón de billetes, muchísimo dinero, y un sobre con su nombre. En el sobre ponía “últimas voluntades”. Lo abrí con cuidado y lo leí. Decía que quería donar todo su dinero a un partido político de ultraderecha, racista, negacionista del cambio climático y contrario a denunciar la violencia de género. Me quedé helada. No podía creer que alguien tan amable apoyara algo así.
Durante varios días estuve dándole vueltas. Por un lado, sabía que debía respetar su decisión, porque era lo que ella había dejado por escrito. Pero por otro, me parecía terrible que tanto dinero terminara en manos de gente que difunde odio y desprecio hacia los demás.
Al final tomé una decisión. Me quedé el dinero, pero no para mí. Lo doné a una asociación que ayuda a personas en exclusión social y a familias que están pasando por momentos difíciles. Puede que no haya cumplido su voluntad exacta, pero sentí que era lo correcto. Así su dinero no serviría para hacer daño, sino para mejorar la vida de quienes más lo necesitan.
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