No sé si a el universo le hago gracia o simplemente me odia, pero el día que por fin me mudé con mi pareja, la vida decidió darme una lección. Nuestra única vecina era una señora encantadora, de esas que te de las que te dan un táper de lentejas y te cuentan su vida en el ascensor. Nos hicimos amigas enseguida. Pero un día, mientras la ayudaba a cargar una bolsa que parecía llevar ladrillos, la pobre sufrió un ataque y murió en mis brazos. Trágico.
Entonces vi el maletín que estaba lleno de montones de billetes, más dinero del que había visto en toda mi vida. Pero también un sobre con sus últimas voluntades. Quería donar toda su fortuna a un partido político de ultraderecha, de esos que creen que los “moros” solo cobran pagas, pero a su vez les quitan el trabajo. Contradictorio la verdad.
Me quedé en shock. Podía cumplir su deseo o no. Decidí que no podía quedarme el dinero, pero tampoco permitir que acabara financiando el fin de la humanidad . Así que, con un poco de culpa y temblando de los nervios, saqué el mechero y calciné el papel. Pensé: Al menos he hecho lo correcto, aunque mi cuenta bancaria no opine lo mismo.
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