María Cruz, mi vecina y amiga desde hace apenas unos meses, ha muerto. Estaba con ella cuando ocurrió. Llevaba una bolsa llena de billetes: quería entregarlos a un partido político completamente opuesto a mis ideales. Era su última voluntad. Ella no tenía a nadie más, así que ahora soy yo quien debe decidir qué hacer con ese dinero. ¿Debería dejar a un lado mis creencias y cumplir su deseo, o seguir mis ideales y destinarlo a otro lugar?
Han pasado ya dos semanas desde su muerte, y los billetes siguen en mi casa, esperando a que tome una decisión. Por un lado, quiero entregar ese dinero: ¿quién soy yo para desobedecer los últimos deseos de una persona que confió en mí? No tengo derecho a apropiarme de algo que no me pertenece. Lo correcto sería cumplir su voluntad.
Pero por otro lado, no puedo dejar de pensar en el destino de ese dinero: un partido político que promueve el retroceso social, que quita derechos, que fomenta la intolerancia. Entregarlo sería contribuir, aunque sea indirectamente, a una causa en la que no creo y que considero dañina para la sociedad.
Sé que lo que voy a hacer no es del todo ético ni moral, pero ya he tomado una decisión. Camino ahora con la bolsa llena de billetes, no hacia la sede de ese partido, sino hacia una organización de ayuda humanitaria. No es que me sean indiferentes los deseos de María Cruz, pero mi conciencia me impide financiar aquello que considero injusto, aunque el dinero no sea mío. Si ese dinero puede servir para mejorar vidas en lugar de destruirlas, creo que es ahí donde debe ir.
No me siento orgullosa de lo que he hecho, pero prefiero cargar con la culpa de no haber cumplido los últimos deseos de una anciana, que con la de haber apoyado a un partido que defiende la xenofobia, el machismo, la homofobia y tantos otros retrocesos contra los que tanto nos ha costado avanzar.
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