Cuando mi marido y yo nos mudamos al nuevo piso, conocimos a nuestra única vecina del lugar: una señora mayor encantadora. Desde el primer día me cayó genial, era dulce, educada y siempre tenía una palabra amable. Poco a poco empezamos a hablar más, a tomar café juntas y a ayudarnos en lo que podíamos. No tenía familia, y yo le tenía un cariño sincero.
Un día, mientras subíamos en el ascensor, llevaba una bolsa de cuero enorme y muy pesada. De pronto, se desplomó delante de mí. Intenté ayudarla, llamé al 112, pero ya era tarde. Murió allí mismo. Estaba en shock. Más tarde, vi que dentro de la bolsa había una cantidad enorme de dinero y un sobre con sus últimas voluntades.
Leí el documento y sentí un nudo en el estómago: quería donar todo su dinero a un partido político de ultraderecha, xenófobo y contrario a los valores en los que creo profundamente. Me costó muchísimo aceptarlo, pero comprendí que no podía decidir por encima de su voluntad.
Al final, llevé el sobre y el dinero al notario para que se cumpliera lo que ella había dejado escrito. No hacerlo podría tener consecuencias legales, y, aunque me doliera, era lo correcto. Al final, llevé el sobre y el dinero al notario para que se cumpliera lo que ella había dejado escrito. No hacerlo podría tener consecuencias legales, y, aunque me doliera, era lo correcto. Preferí actuar con respeto y cerrar esa etapa con la conciencia tranquila. Aquella mujer me había enseñado mucho sobre la amabilidad y la compañía, y quise recordarla así, por los buenos momentos que compartimos, no por sus ideas políticas.
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