En un valle marginal, entre altas cimas y manantiales, se alza un lugar especial, que está hasta arriba de vida, calma y energía.
Allí habitan niñas, ancianas, sabias y viajeras, que se ayudan entre sí para crear un ambiente de estima y amabilidad. La tierra es fértil, la luz del día es brillante, y el aire transmite frescura y calma. Las mujeres que viven en este paraje se dedican a cultivar, pintar, escribir y cantar. Cada actividad es vista más allá de una tarea: es un ritual que les permite expresar su esencia.
En las mañanas se levantan al alba, estiran sus extremidades, respiran aire limpio y agradecen el inicio de una nueva etapa. Luego se dirigen a la huerta, al taller de arte, al aula en la que se enseña a leer y a escribir a las más pequeñas. Allí se transmite saber sin prisa, sin exigencias extremas.
El aprendizaje es un viaje alegre. Se les enseña a cuidar de sí mismas y del lugar que habitan, a tratar a cada ser mediante la empatía y gratitud. Al atardecer, el paisaje adquiere un matiz entre ámbar y malva, y las estrellas empiezan a aparecer una a una. En ese instante, ellas se sientan juntas, relatan historias y comparten risas.
Este lugar se mantiene gracias a la entrega y ternura. Es una manera de vida equilibrada, en la que el ser respeta la tierra, a sí misma y a las demás. Así se gesta una armonía estable, que inspira a quien llega, sin necesidad de reglas rígidas ni límites artificiales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario