Amatxu:
Si te llega esta carta, es que ya no estoy.
Me resulta difícil explicar con palabras lo que siento, mientras mis últimos recuerdos se entrelazan con la imagen del colegio, de aquellos años que ahora se sienten tan lejanos. Pasaron rápido, como las estaciones, y aunque hubo momentos duros, también hubo luz. Risas que ya no podré volver a escuchar, y amigos… esos amigos con los que compartí más que días: compartí vida.
Me duele irme sabiendo que no veré crecer a ese grupo que tanto me dio. Que no podré tomar un café con ellos un día cualquiera ni mirar atrás y reírnos de lo tontos que éramos. Algunos de ellos, madre, sé que hubieran estado a mi lado hasta el final. Otros quizás me olviden, pero los guardo igual, todos, aquí, en mi pecho.
Y aunque sé que hubo errores —aquellas locuras con Josune en cuarto de la ESO, cuando la risa nos vencía y el juicio se nos iba—, no me arrepiento. Porque fueron días vividos, reales. Días que, pese a todo, me hicieron feliz. Aquella clase fue mi refugio, aunque no lo supiera en ese momento.
El futuro, que ya no veré, me llamaba a cambiar. A romper la rutina. A explorar otras vidas, otras libertades. Quizá por eso no me duele marcharme tanto… porque en el fondo, ya sentía que era hora de partir. Solo que no imaginé que sería así.
No puedo quejarme, madre. Fui feliz. De verdad.
Y si hay algo después de esto, solo le pido que me deje recordar.
Recordarte a ti.
Recordarlos a ellos.
Recordarme allí, en aquel rincón de pupitres y tardes sin fin
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