domingo, 26 de octubre de 2025

Mi vecina muerta

Cuando nos mudamos al nuevo piso, nunca imaginé que en un rellano tan pequeño pudiera cambiar tanto mi vida. Solo había dos puertas: la nuestra y la de mi vecina, una señora mayor que siempre nos saludaba con una sonrisa amable. En medio del caos de cajas y muebles apareció ella, con su pelo canoso y su voz dulce, ofreciéndonos ayuda sin esperar nada a cambio.

Con el tiempo fuimos conociéndonos mejor. Vivía sola y aprovechaba cualquier encuentro en el ascensor o en el portal para charlar un rato con nosotros. Siempre decía que éramos como su familia, y que le alegraba tenernos tan cerca.

Una tarde la vi cargando una enorme bolsa de cuero, y me ofrecí a acompañarla hasta el ascensor. Me estaba contando lo que había hecho esa mañana cuando, de repente, se desplomó. La ambulancia llegó rápidamente, y yo me quedé ahí con sus cosas.

Cuando abrí la bolsa buscando su documentación, no encontré ni el DNI ni objetos personales importantes: solo había cientos de billetes y un sobre cerrado. Dentro, sus últimas voluntades. Quería que todo ese dinero fuera donado a un partido político de ideas que me repugnaban: ultraderecha, negacionista del cambio climático, intolerante. Un nudo me apretó la garganta.

Guardé el dinero en casa durante semanas, sin saber qué hacer. Por un lado, pensaba que debía respetar su última voluntad; por otro, no podía convencerme de apoyar a un partido que iba completamente en contra de todos mis valores. Tras mucho pensar, tomé una decisión: quedarme con el dinero. Al fin y al cabo, ella siempre nos había dicho que éramos como sus hijos y que quería lo mejor para nosotros. Tal vez, en el fondo, eso también era cumplir su deseo.


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