A veces creo que damos demasiado poder a la política dentro de nuestras relaciones personales. En el día a día, uno puede convivir perfectamente con personas que piensan distinto sin que eso suponga un obstáculo. De hecho, tengo amistades de años cuya inclinación política desconozco por completo, y aun así nos entendemos porque hay valores que pesan más que cualquier debate público. Mientras haya respeto, empatía y un mínimo de consideración, las diferencias ideológicas no deberían interferir.
Por eso mismo, lo que viví aquel día me dejó tan descolocado. Escuchar al hijo de mi amigo lanzar un comentario cargado de rabia, deseando algo tan grave como la muerte de un dirigente político, me pareció totalmente desproporcionado. Pero lo que realmente me sorprendió no fue lo que dijo el chaval chaval, al final, es alguien joven que aún está formando criterio, sino la reacción de su padre. Ver a mi amigo, alguien a quien siempre he considerado sensato, reír la “ocurrencia” de su hijo como si no tuviera importancia, me provocó una mezcla de decepción y desconcierto.
En ese momento entendí que el problema no era la política. Lo preocupante era la ausencia de límites, la normalización de un discurso dañino y la falta de responsabilidad al educar. Bromear con la idea de causar daño a alguien no es algo que se pueda pasar por alto, y menos aún frente a un menor que toma nota de todo lo que validan los adultos.
Sé que me costaría controlar el impulso de contestar con dureza, porque escuchar algo así remueve. Pero también tengo claro que perder la calma solo empeoraría la situación y me pondría al mismo nivel de quien lanza un comentario tan desafortunado. Intentaría respirar, serenarme y entonces intervenir con firmeza, pero sin agresividad. Le diría al chico que desear la muerte a alguien nunca es un chiste y que la historia está llena de ejemplos en los que ese tipo de violencia solo ha traído sufrimiento. Y a mi amigo, le haría ver que dejar pasar ese tipo de comentarios no es una simple cuestión de opinión política, sino de principios básicos.
A veces me sorprende lo rápido que una conversación se puede torcer cuando falta educación emocional o capacidad para aceptar que otros piensan distinto. La política puede generar tensión, sí, pero es la intolerancia lo que realmente fractura relaciones. Ante episodios así, lo único que queda es marcar límites con claridad: dejar constancia de que ciertos comentarios no tienen cabida y que, si queremos cuidar la amistad, todos debemos asumir la responsabilidad de mantener un ambiente de respeto. Porque cuando se cruzan ciertos límites, ya no hablamos de izquierdas o derechas, sino de valores humanos.
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